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JMA: Cien años

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Cien años de José María Arguedas

Por Julio Ortega

 

El debate sobre los modelos de la modernidad, sus agentes y programas en un país multinacional y desigual como el Perú, tuvo en la obra de José María Arguedas (1911-1969) una lección creativa que es hoy más actual y, contra todas las apariencias, más universal. Ese debate se produjo en torno a dos ejes: las representaciones del país, debidas a las ciencias sociales; y las interpretaciones emancipatorias, elaboradas por la cultura política de la época. Sin las Utopías no habríamos tenido pasado.

El Perú remontó la crisis de la violencia terrorista y la represión militar (70 mil muertos en una “guerra sucia” que llevó al expresidente Fujimori a prisión); y debate, otra vez, su propia versión de lo moderno que es ahora más mestiza y compleja; y sólo en apariencia más legible desde el programa de una economía de extracción y exportación, cuyo horizonte es convertir la vida cotidiana en mercado. Aunque el país crece económicamente, la delincuencia, el narcotráfico y la corrupción son el otro lado del bienestar, tanto como la mayor desigualdad y la pobreza endémica. Esto es, los dilemas que Arguedas confrontó en su obra, nos siguen advirtiendo sobre la destrucción del medio y de la comunidad hecha por una modernización compulsiva.

En la obra de Arguedas el mestizaje celebrado se ha vuelto universal (migratorio, transfronterizo), y es  parte hoy de un pensamiento crítico que reconstruye el espacio cultural operativo (democratizador, dialógico) entre redes de estrategia asociativa y fuerza inventiva. Sus hipótesis son una agenda de futuro.

El Perú se define en su obra como el raro lugar donde un hombre no puede hablar libremente con otro. Pero no se limitó a las evidencias y trabajó las opciones: convocar las demandas del diálogo y ampliar los límites de la comunicación es su propuesta más creativa. Por eso, forjó una representación del mercado como el espacio de la interlocución donde sería posible reapropiar la función humanizadora del diálogo. En su obra mayor, Los ríos profundos, el mercado de las “chicheras” es un espacio de intercambio empírico, donde muchas voces regionales suman la celebración de lo vivo. Ese espacio está presidido por las mujeres, por las madres, quienes convierten al mercado en esfera cultural, en plaza pública del intercambio, la individualización y la comunicación horizontal. Estas vendedoras de comida y bebida son agentes mediadores entre clases y etnias y, como tales, propiciadoras de la música y las voces  del ágape y el banquete. Son ellas las que se rebelan contra el Estado protestando el monopolio de la sal, y son por eso perseguidas por el ejército. Si el pueblo confirma su carácter de espacio cerrado al estar situado dentro de una gran hacienda, el mercadillo abre por dentro la afirmación de la cultura popular como lenguaje alterno.
En cambio, en El zorro de arriba y el zorro de abajo un lenguaje profundamente dividido encarna en el habla del tartamudo, del pescador envilecido, del burdel degradante, del loco profético. Esta división ilustra las hablas de la migración, esa formidable agencia del nuevo poder de negociación cultural. El lenguaje es oral, y la oralidad es la forma del mundo reciente. Su actualidad es indeterminada y su habitat está en construcción.

La prostitución sitúa a la mujer en la clandestinidad del mercado como centro de la violencia de la modernización. La misma naturaleza se ha prostituído en la economía de extracción (el boom town se debe a la industria de la harina de pescado), que genera la corrupción subyacente y fatal, donde el mismo lenguaje se fractura. La novela encuentra su mejor alegato en las voces rotas de los sujetos, en la conversación que reconstruye sus historias, sus heridas, horrores y agonía. El lenguaje no es una conciencia analítica sino una zozobra confesional, una gestualidad dramática, de emotividad cruda e incierta. “Lloraba y hablaba; lloraba y hablaba,” se dice de una prostituta.

La escena dantesca de los pobres de una barriada trasladando las cruces de las tumbas de sus muertos, dramatiza la reorganización del espacio de la ciudad desde la perspectiva de la muerte. Esta escena fantasmática es conjurada por el rezo de tres mujeres: “Dios, agua, milagro, santa estrella matutina…” La oración suma motivos de los varios lenguajes del migrante: el animismo quechua, el salmo católico, el castellano reciente. El imaginario de la migración se construye desde el habla como el trayecto de una subjetividad desarraiga. No demasiado distinta fue la lengua de Dante como metáfora del exilio (la peregrinación) y la intemperie (la caída).

 

En las cartas de suicida que Arguedas incluyó al final de su novela herida, se puede advertir que encontró albergue entre los personajes. Se asumió como parte del peregrinaje peruano, que es la forma  de su migración; y lo hizo desde la conciencia trágica, y también paradójica, del suicida que se despide protestando su fe en nosotros, sus lectores.  Se excusa de su muerte,  y nos delega su vida.

La Biblia, fragmentos del libro de Isaías y al final una epístola de Pablo, alimenta con citas y alusiones, una inquietante persuasión cristiana. En primer lugar, este plano de alusiones parece darle sentido sacrificial al padecimiento sin discurso de las víctimas de la modernización. En segundo lugar, la vehemencia enunciativa de Isaías, que resuena también tras algunos poemas de Vallejo, se aviene a la lengua desasida y tremebunda del relato. Pero, lo que es quizá más importante, este lenguaje bíblico posibilita una mediación entre la vida sin sentido y la muerte sin discurso. Ya que la representación social se agota en su propia explicación, en las evidencias; y ya que el mundo es percibido desde la subjetividad alterada por la violencia moderna, esta dimensión mítico-religiosa posibilita articular la diáspora andina como un sacrificio patente y un renacer latente. Los indios que un antecesor de Arguedas (Guamán Poma de Ayala) llamó “los pobres de Jesucrito,” son en el mapa de la migración los nuevos cristianos primitivos.

“Con el Señor hablo bien, derecho,” anuncia don Esteban, declarando su independencia de la práctica religiosa pero afirmando su estirpe cristiana. En su ojo, dice, hay candela que ataja a la muerte.  El habla se levanta “contra la muerte,” a la que ha jurado vencer. Esta figura de rebeldía y sacrificio parece nutrirse de la teología de la liberación, que por entonces Arguedas ha empezado a apreciar desde su diálogo con el padre Gustavo Gutiérrez. Un capítulo se cierra con la epístola de Pablo: “Si yo hablo en lenguas de hombres y de ángeles, pero no tengo amor, no soy más que un tambor que resuena…”

Por un lado se levantan los mercados de la muerte, por otro los discursos de linaje sacro y mágico, sus fragmentos, que confrontan a la modernización desnaturalizadora con su fuerza regenerativa y su utopía comunitaria. Una utopía capaz de recuperar para lo humano el espacio revertido: contra el desierto, tan peruano, del desvalor, Arguedas nos sigue prometiendo la casa acrecentada por el mutuo hacer y el bien decir. La intimidad religiosa de ese proyecto utópico, recorre el espacio infernal convirtiendo al lector en “hombre dialógico”. Contra la moneda del mercado, la palabra es gratuita y compartida. Pero ese gesto no es “arcaico” o “premoderno;” es, más bien, un exceso de modernidad: su promesa medida desde sus incumplimientos. Lo más moderno es lo diverso, inclusivo y plural. Porque si hubiese una sola razón, una sola verdad, un solo discurso, América Latina no tendría lugar en este mundo. José María Arguedas le dedicó la vida a esa esperanza.


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