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Luis Jaime Cisneros y la gracia del lenguaje

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Luis Jaime Cisneros y la gracia del lenguaje

El aire de familia que tenemos los escritores peruanos lo hemos adquirido en las clases de Luis Jaime Cisneros (Lima, 1921-2011). En los años 60, Javier Heraud, Luis Hernández, Marco Martos, Antonio Cisneros, Mirko Lauer, José García Belaúnde, Carlos Degregori, Maruja Barrig, Abelardo Sánchez León, y tantos otros, fuimos iniciados por Cisneros en el estudio de la lengua española no como mera descripción sino como crítica de sus límites y asombro de su imaginación. El primer día de clases en el bachillerato de la Universidad Católica, en su curso de Lenguaje nos leyó para siempre la página de “El Aleph” de Borges donde la enumeración postula la simultaneidad del habla en la visión. Descubrí (como todos sus estudiantes de 19 años en su primera clase) lo mucho que la literatura puede hacer del lenguaje. Leímos el Curso de Saussure, el tomo de TNT, el tratado de W y W, y nos detuvimos en los ensayos de Dámaso Alonso y Amado Alonso. Todo para poder seguir sus seminarios sobre Garcilaso, Góngora y Cervantes.

Fue hijo del periodista y diplomático Luis Benjamin Cisneros, quien salió deportado a Buenos Aires cuando Jaime tenía cuatro años. Allí estudió Medicina antes de ingresar al Instituto de Filología, que había fundado otro ciudadano del exilio, Amado Alonso, con quien hizo como tesis una edición comentada de El lazarillo de Tormes (1946). Como todos los grandes maestros, tuvo un trato personal con sus estudiantes, que prosiguió toda la vida, sin énfasis ni sentimentalismo, con el decoro y el rigor inculcados. Cada vez que lo he vuelto a ver me ha tomado del brazo para hacerme al oído alguna confidencia. Sus discípulos eran linguistas, los que escribíamos no dejábamos de ser sus alumnos. No era para menos. Todos hemos empezado a escribir bajo su mirada. Y a todos nos dedicó un párrafo de advertencias. Todavía conservo el trabajo final de ese mi primer curso. Como ocurre con los maestros exigentes, hacía imposible darle las gracias.

Su gran libro es Lenguaje I. Me llevó a escribir mi primera monografía, sobre el ritmo en la poesía de Antonio Machado, luego de que Jaime nos descubriera, vía el Valle Inclán de Amado Alonso, la entonación y sus formas, esa textura de lo que entonces se llamaba la prosa artística. Todos hemos aprendido de memoria no sólo la visión del Aleph, también “La migala” de Juan José Arreola. Vivíamos a la espera de Lenguaje II, del que sólo sabíamos que estaría dedicado al verbo. Declinábamos el barroco preparándonos para su lectura. Mucho después, he podido reconocer en su aprendizaje con Amado Alonso, y quizá desde la amistad de su padre con Alfonso Reyes, la genealogía de una tradición de estudios literarios basada en la crítica del lenguaje, no en su vana complacencia. La filología que nos llegaba con él era la del Instituto de Buenos Aires (cuya irradiación intelectual ha trazado Beatriz Colombi) con Alonso, a su vez formado por Menéndez Pidal en Madrid. No es casual que allí empezara nuestra visión de un hispanismo internacional, que está en el origen de lo que hoy llamamos estudios trasatlánticos, esto es, la constelación dialógica de una crítica cultural que comienza con el lenguaje, el asombro de sus usos y la violencia de sus abusos.

Quiero creer que Luis Jaime aprendió también de sus alumnos. Su dedicación al estado de la educación peruana, su trabajo en la ONG “Transparencia,” y hasta su declaración de que se sentía un hombre de “centro izquierda” (le podría haber valido una reprimenda arzobispal), son gestos de oficio cívico, como lo fue su arte de agudeza coloquial en su columna de “La Prensa,” que dirigió. Pero son, también, prueba de que esta vez sus alumnos lo tomaban del brazo y lo sacaban a la calle. Una selección de sus ensayos viene en Mis trabajos y los días (2000).

No hace mucho declaró que “los jóvenes están reemplazando la felicidad por el éxito, y el éxito solo está vinculado con el consumo y el dinero.” La escuela, dijo recordando a los clásicos, está hecha para aprender a ser felices. La mala educación es no saber cómo enseñar a serlo, y perdernos en esta sociedad mercantil. No es difícil reconocer la mala nota que este testigo de la promesa le da a su sociedad, no sin señalarle el camino de enmienda. También por eso merece la gracia.


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